Diana Navarro

16 de marzo de 2013

El tren.

¡CHU-CHUUUU! ¡CHU-CHUUUU!
Era el sonido que acompañaba las puestas de Sol de mi infancia.


De Lunes a Domingo, cuando las manecillas del reloj se aproximaban a las 6 de la tarde y las aves comenzaban a volar hacia el oeste, yo era la niña más feliz del mundo.

Daba un brinco y salía de la casa hacia las vías para ver cómo corría el tren.
Venía de sur a norte. Venía y se iba.
Era ruidoso, y a veces lento.
Y cuando se detenía, los adultos se molestaban. Yo nunca entendí por qué, a mí me parecía que se detenía y me modelaba sus grandes vagones y la humarola que sacaba.

"¿De dónde vendrá?..¿A dónde irá?" Me preguntaba siempre para mí misma.
Y el no obtener respuesta era lo que me satisfacía, pues estaba segura que sabiéndolo perdería un poco de su magia (He de decir que soy una persona que cree en la magia).

Y así todos los días los rieles se disponían a dejar desfilar los vagones y yo me disponía a sentarme sobre la barda que fungía como mi guarida. El tren era para mí el misterio y el tesoro de las 5:30 de la tarde.