Diana Navarro

11 de abril de 2020

Testamento


Adiós.
Te dejo algunas cosas.
Creía que servían
hasta hoy.
Las dejo porque te pertenecían
aunque ya no las quieras;
si ni a ti ni a mí nos son de utilidad
déjalas irse, apagarse, envejecer
y que mueran.

La primera de ellas, una carta
con mucha tinta pero ya sin significado.
Déjala guardada
porque sus palabras, aunque con remitente, ya no tienen destinatario.
No les abras el sobre
que de pronto me alcanza mi pasado.

La segunda, una canción
ya repetida, desafinada y sin voz;
por dedicarse a oídos sordos ya no sonó.
Y aún así dice muchas cosas (te amo, te extraño, vuelve, aquí estoy)
ninguna tiene ni eco
ni valor.

La tercera es una flor
del color que tú quieras.
Cosa de nada, en tres días se seca y no vuelve a retoñar.
Corta su raíz
tómala de los pétalos
déjala fuera del agua y ponla al sol.

La siguiente, es mi voz
para que finalmente mi garganta ya no pueda mencionar tu nombre
ni gritar de dolor.
Quiébrala más
apaga su color
y vuélvela viento que no estorba.

Y en lugar último, el corazón
el que menos ha importado.
Así que da igual dónde lo pongas
lo dejo para asegurarme que no te llevo en las venas
ni en el pecho
a dónde sea que ahora voy.

Que no te falte la risa
ni el amor
venga de donde venga.
Es el testamento
-el peor de la historia-.
Se acabó.